
De los pinceles al vidrio: el viaje inesperado de una artista suiza
Lea Lenhart nació en Altstätten, Suiza, en 1972, y hoy vive y trabaja en Düsseldorf, Alemania. Su formación comenzó con la pintura: estudió en la Academia de Arte de Düsseldorf, donde se graduó como alumna destacada del taller de la profesora Rissa. Sin embargo, el óleo y el acrílico no le ofrecían la libertad que buscaba. En un momento de frustración, decidió dar un giro inesperado: comenzó a traducir sus imágenes en cuadros hechos con pequeñas cuentas de vidrio. Lo que al principio fue un gesto lúdico, casi infantil, pronto se convirtió en el corazón de su práctica artística.

Las cuentas de vidrio le ofrecieron algo que la pintura no podía: un ritmo hipnótico, una materia viva, la posibilidad de construir imágenes desde el color y la luz misma. Cada cuadro era una constelación. Cada figura, un pequeño mundo. Pero muy pronto, el plano resultó insuficiente. El deseo de volumen, de forma, de cuerpo, comenzó a imponerse.
Así llegó al fuego.
En Irlanda del Norte tomó contacto por primera vez con el soplete. Allí, con la guía de Maggie Napier, encontró una nueva manera de modelar el vidrio. Frente a la llama, comenzó a crear elementos que parecían fragmentos de organismos marinos: tentáculos, cápsulas, órganos que podrían latir en cualquier momento. La fascinación fue inmediata, y desde entonces, esa alquimia del calor y la transparencia ocupa un lugar central en su práctica cotidiana.
Cada día fabrica una criatura. Es su ritual, su disciplina, su forma de mirar el mundo. Algunas se arrastran sobre bases bordadas. Otras flotan, suspendidas. Todas parecen provenir de un ecosistema onírico donde el agua y el aire se confunden. En esa serie —que bautizó Sea Creatures— conviven formas nacidas de su imaginación con fragmentos de otros artistas: burbujas sopladas por su amiga Dani Müller, murrinas reutilizadas, tubos encontrados. Nada se desperdicia. Todo puede convertirse en parte de una nueva criatura.
Hay algo inquietante y dulce a la vez en sus obras. Como si estuviéramos frente a especies descubiertas en un planeta lejano. Como si la belleza tuviera patas, ojos, ventosas. Hay brillo, hay humor, pero también hay precisión: la que se necesita para domar un material tan exigente como el vidrio.
Ver trabajar a Lea es asistir a un pequeño milagro. Su estudio parece un laboratorio de biología y arte. Sobre la mesa se acumulan frascos con piezas en espera: antenas, bocas, filamentos. En una vitrina, criaturas ya completas observan en silencio. Respiran, o eso parece.
Quizás eso es lo más sorprendente de su obra: que logra insuflar vida a un material inerte. Que convierte el vidrio en carne de fábula. Que fabrica belleza con tiempo, fuego y una sensibilidad única.
